por Luciano Doti
Los
detectives Torri y Pérez entraron al monobloque de Ciudad Evita acudiendo a un
llamado de los agentes del orden que habían llegado primero tras la denuncia de
un homicidio. Subieron al piso en cuestión y, ya en el pasillo, encontraron la
puerta del departamento abierta; allí dentro, los oficiales de la policía
científica iban y venían haciendo su trabajo. La esposa de la víctima estaba
sentada en uno de los butacones del living, una mujer policía intentaba
consolarla, pareció no notar el ingreso de los detectives. Torri se dirigió al
oficial a cargo:
—¿Qué pasó?
—Unos
maleantes vinieron preguntando por el esposo de la señora. Ella les abrió la
puerta y lo llamó. Él se resistió... Es la víctima.
—¿Se
resistió a qué? ¿Un robo?
—No se
llevaron nada de valor. Esto no tiene sentido, a no ser que pensaran robar algo
y, tras matar al hombre, desistieron y optaron por escapar.
—Quizás,
pero me gustaría hablar con la señora, cuando se tranquilice; es posible que
ella nos dé alguna pista sobre quiénes son esos hombres.
A todo
eso, el otro detective, Pérez, que había desaparecido en el pasillo por unos
minutos, regresó con información:
—¡Ey,
Torri! Hablé con la vecina. Aparentemente, a la víctima no la mataron por
resistirse a un robo, sino que lo estaban presionando para que les dijera algo,
y como no se los dijo, le dispararon.
—¿Y qué
era lo que querían saber?
— “Los
números”.
—¿Cómo?
—Unos
números. Le decían “danos los números y te dejamos en paz”.
Una vez que
la policía científica terminó de recabar pruebas y el departamento quedó menos
atestado de gente, Torri comenzó a interrogar a la señora.
—Señora,
sabemos que los asesinos de su esposo querían que él les diera unos números.
¿Puede decirnos para qué los necesitarían?
—No los
sé, ni siquiera tenía conocimiento de ellos.
—¿Estos
hombres ya habían tratado alguna vez con su esposo?
—Tal vez
en el pasado. Mire, mi esposo hizo cosas que no debería haber hecho, pero ya
pagó su deuda con la sociedad, tiene derecho a que lo dejen tranquilo —dijo la
señora, refiriéndose a su esposo como si aún estuviera vivo, un error que
comete mucha gente en momentos como ése.
—Señora,
por lo que usted dice, debo suponer que su esposo estuvo preso.
—Así es,
pero eso no les da derecho a estos delincuentes a matarlo como un perro.
—No, claro
que no —asintió Torri, sin mucho convencimiento.
—Una cosa
más, antes de dejarla en paz. ¿Sabe dónde podemos localizar a estos sujetos?
¿Algún dato, algo que nos sea de ayuda?
—No, de
ellos no sé nada, pero si trataron con mi esposo en el pasado, quizás también
los conozca alguno de sus “exsocios”.
—¿Tiene
sus direcciones?
—Tengo la
dirección de uno, y sé en qué bar paran todos.
—Anote
todo acá —le pidió Torri, y le extendió su libreta de apuntes.
Los
detectives se dirigieron sin demoras al bar que les indicara la flamante viuda;
no querían darles tiempo de escapar a los “exsocios” una vez que conocieran la
noticia del deceso de su antiguo compañero de fechorías. Por otra parte, la
vida de ellos podía estar en peligro, en caso de que el asesinato tuviera
alguna conexión con un “golpe” ocurrido en el pasado. De hecho, encontrarlos
antes de que lo hicieran los maleantes era una forma de protegerlos.
El bar era
una de esas borracherías con una barra donde se expenden bebidas alcohólicas,
mucha cerveza y uno que otro vino. Se situaba en Villa Madero, sobre la avenida
Crovara, y era frecuentado por una clientela en la que abundaban las personas
de clase media hacia abajo. Aunque, nobleza obliga, la mayoría gente honesta
que, tras una jornada de trabajo, se refrescaba y relajaba bebiendo y comiendo
choripanes, panchos o hamburguesas. Al ingresar al local, que no tenía puerta,
levantando la cortina metálica todo el frente era entrada, los clientes los
miraron con desconfianza; era de esperarse, dado que vestían trajes, lo cual
los convertía en sujetos ajenos al lugar. Uno de los detectives preguntó por la
información que buscaban sin dar vueltas al asunto:
—¿Alguno
de ustedes es amigo de Carlos Larrosa?
Nadie
respondió.
—No
queremos arrestar a nadie, es solo que este hombre fue asesinado esta mañana y
necesitamos saber quién lo hizo —intentó persuadirlos el otro detective.
—¿Asesinado?
—Sí. ¿Usted
lo conocía?
—Nos
criamos juntos.
—¿Tiene
alguna idea de quienes podrían querer matarlo?
—No, la
verdad es que en este momento no se me ocurre nada.
—Sabemos
que él estuvo preso, y que quienes lo mataron andaban detrás de unos números.
—¿Números?
—Sí, tal
vez de alguna caja de seguridad.
—Lamento
no poder ayudarlo, pero como ya le dije, no se me ocurre nada.
Los
detectives se retiraron de ese bar desconfiando un poco de ese sujeto que decía
haberse criado junto a Larrosa. No le creían mucho eso de que no se le ocurría
nada; de saber algo al respecto, era obvio que no soltaría prenda sobre el
particular, dado que el mismo, conociendo la clave numérica, quedaba en condición
de abrir esa caja de seguridad, que posiblemente guardara en su interior el botín
de un golpe. Lo mejor sería vigilarlo, seguir sus movimientos sin perderle
pisada; de esa manera, él, involuntariamente, los guiaría hacia el banco donde
se hallaba la caja. Eso hicieron, le asignaron una guardia de dos policías de
civil.
El amigo
de Larrosa, llamado Oscar, decidió ir esa noche al lugar donde habían ocultado
el botín. Lo lógico y más conveniente, a efectos de no motivar sospechas,
hubiera sido esperar hasta que la sangre de Larrosa no estuviera fresca. Pero
temía que la viuda supiera también del escondite. Que su antiguo socio, en
vida, hubiera revelado a ella el significado de la clave numérica.
Grande fue
la sorpresa de los dos policías de civil cuando lo vieron ingresar a un
cementerio, saltando el tapial perimetral que circundaba el campo santo.
Sigilosamente se introdujeron ellos también en el cementerio, y a distancia
prudencial observaron cada uno de sus movimientos. Oscar se dirigió directamente
a un pabellón de nichos. Allí lo aguardaba otro hombre.
Al mismo
tiempo, no muy lejos, otra patrulla arrestó a los asesinos de Larrosa; llevaban
consigo un papel donde tenían anotados unos números: 3, 21. Los agentes se
comunicaron con los detectives para informarles de todo.
Oscar y el
hombre que lo había estado esperando en el pabellón de nichos comenzaron a
forzar la tapa de uno de ellos. Los dos policías de civil llamaron también a
los detectives para ponerlos al tanto.
—¿Cuál es
la numeración del nicho? —les preguntó Torri.
El policía
tardó unos segundos en verificarla y luego se la transmitió.
—Pabellón
3, nicho 21.
—Deténganlos
inmediatamente, nosotros vamos ya mismo para allá.
Los
policías cumplieron con la orden y arrestaron a los dos “profanadores”. Luego
arribaron los detectives junto a un equipo de especialistas. Abrieron el nicho,
y en su interior encontraron un féretro común y corriente; levantaron la tapa
de éste y constataron que no eran restos humanos lo que contenía, sino una
bolsa plástica llena de dólares.
Este cuento fue finalista del concurso El lado oscuro del Conurbano 2016, organizado por la agrupación Hagamos Lo Imposible, de la Universidad Nacional de Quilmes.