sábado, 15 de agosto de 2015

Placeres palaciegos




por Luciano Doti

La emperatriz era  una dama de temer. Nadie se atrevía a contradecirla. Al morir su padre, siendo la mayor de sus hijas, y sin un heredero varón, ella se convirtió en la soberana de ese territorio. Nunca se le conoció marido, pero era vox populi que en la corte las costumbres eran licenciosas. Extramuros se mantenía una disciplina marcial, sus soldados velaban permanentemente para que el pueblo no hiciera lo que su Señora hacía en el palacio.
Los soldados no sólo debían prestar servicio en las calles, a veces eran requeridos en el palacio; la emperatriz era quien los solicitaba. Así pasaban de a dos o tres. Ella era joven, exigente, se le había antojado conocerlos a todos.
La emperatriz tenía largas y hermosas piernas que uno de los soldados sabía usar cual bufanda, sobre sus hombros, rodeando su cuello. Pronto ese soldado ganó un lugar preponderante en la corte, como ministro. Allí lo miraban con desdén, lo consideraban un mero arribista proveniente de una casta inferior.
El nuevo ministro no era un gran orador, pero era muy hábil en el manejo de su lengua.